Hijo del Levante: Rota brilla en el alma.

Aunque nunca soy nuevo siempre soy el extraño, menos a ojos del mar.
He repetido cientos de veces la sensación de aparecer en las blancas avenidas que de tanto andarlas considero mías. Mis nervios de cada verano empujan involuntariamente a mi cuerpo a salir corriendo desde el momento en que las puertas del taxi me dan paso a ver la luz que desprende una plaza.
Aún me sorprende el brillo de las fachadas. La manera de lucir que presume cualquier calle por la que andas, y a la vez, coges el cariño suficiente como para apropiarte de rincones por los que pasan los besos del verano.
Andando, aunque normalmente también alternando esta acción con la de reír, estoy pisando cada uno de los tablones, crujientes y alineados, que rigurosamente aguantan mi peso y el de todos mis amigos.
Existen situaciones brillantes en las que captas los binomios tan increíbles que forman la vida. Los caminos de tablas valientes que nos han visto crecer vienen protegidos por un manto verde al que cariñosamente llamamos pinar y que nos ha arropado en tantas noches de frío levante.
Todo es vivaz. El acento sobre todo. Entre tanto ceceo siempre destaca mi finura norteña, pero la fusión cultural que creamos es casi tan artística como el repique de campanas náuticas que suenan todas las noches en mi playa de enfrente.
Esa misma cercanía es la que todas las noches atrapa para que vaya a contarle mis secretos a las olas que valientemente están constantemente allanando la arena que piso. Entre mi ventana imaginaria de la caseta en la que desembocan los tablones está ese banco antiguo y agrietado de todos los años, pero cada belleza se interpreta de forma distinta. Ahí me siento yo, los demás espacios los ocupa el levante. Y miro, hasta la última noche en la que me despido. Siempre acordándome de lo mismo, de todas las cornisas que me vigilan, y las mareas que se reciclan.
Gabriel Forgas
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